
La brutalidad está al alcance de la mano. Se la puede encontrar en cualquier parte. Las calles están saturadas de gente bestial que avanza, incontenible, aplastando toda esperanza de verdor. Un vecino, un amigo, la panadera, el taxista, la cajera del supermercado, un pariente postergado, un prestigioso periodista, el hábil jugador de fútbol, el secretario general de la UOCRA, un ministro de la iglesia... cualquiera puede albergar en su pecho la más ponzoñosa brutalidad. Muchas veces, gente que creemos generosa, solidaria y garante de los más altos principios humanos nos esconde su odio hacia la razón y la inteligencia, su estupidez más turbulenta. De más está decir que hay que cuidarse de esa gente.
En nuestra nación, particularmente, prosperan con facilidad. Suelen mirar con simpatía la estética y la virilidad castrense, y detestar (o desdeñar, en el mejor de los casos) la intención artística y el afán de excelencia. Por ejemplo, no sería raro que piensen de los artistas callejeros como "unos vagos que no quieren laburar". Son señores que aman el Turismo Carretera y se burlan de los bailarines clásicos por sus movimientos delicados, son orgullosas y prósperas amas de casa que que envenenan a los perros porque orinan en su vereda.
Como dije, están por todas partes. Fatalmente, tarde o temprano, uno se relacionará alguien brutal. A mi me ha sucedido en muchas ocasiones, la última de las cuales ocurrió hace algunos días. Describiré brevemente las alternativas del encuentro.
El escenario fue la carnicería de la esquina de mi casa. Al momento de mi ingreso en el local se estaba llevabando a cabo una animada conversación. El carnicero, tipo simpático en sus modos, de anchas espaldas, de bigote rudo y anteojos con vidrios
gruesos, narraba a su clientela los acontecimientos de la noche anterior: lo habían asaltado.
- Imaginate, yo le doy todo, no vaya a ser que por abrir la boca uno termine mal.
Uno de los clientes corroboraba, comprensivo, los dichos del carnicero. Éste continuaba:
- ¿Queres esto, lo otro? Tomá todo, llevate todo. Lo importante es que uno salga bien del asunto, y bueno, después se verá...
- Claro, es así - decía otra cliente.
Escuchando en silencio supe que la noche anterior, minutos antes del fin de la jornada laboral, dos jóvenes, los cuales fueron descriptos por el hijo del carnicero como "cacos", ingresaron en el negocio y a punta de pistola exigieron la totalidad del dinero de la caja registradora. Huyeron precipitadamente con el botín y con algunos alimentos que tomaron de una góndola. El carnicero, según sus propios dichos, facilitó en todo la labor de los delicuentes, para no ponerlos nerviosos y hacer su estadía en el negocio lo más breve posible.
Todos los clientes nos indignamos por tan desafortunado suceso, y felicitamos al carnicero por su actitud prudente.
Durante un tiempo desde mi llegada al local, cierta sensatez dominó el ambiente, pero no tardó mucho en desaparecer: una de las clientes, vecina de mi edifico, se encargo de recoger la antorcha de la bestialidad:
- ¿Sabe como se soluciona ésto? Con el paredón...
El carnicero dudó un instante, como estudiando la propuesta de su cliente. No tardó mucho en responder:
- Siiiiii, claro. Pero no le quepa la menor duda que se soluciona...
La mujer, envalentonada por la aprobación, continuó:
- Imagínese, empieze a poner a todos contra el paredón, uno por uno. Va a ver que con el tiempo no van a delinquir más. ¿Robaste, mataste? Al paredón, uno menos...
- Es así, tal cual - acompañó el carnicero.
Alcanzando el punto más brillante de su exposición, la mujer adjunto a su propuesta la siguiente perla:
- Es más, mi hijo tiene quince años y ya piensa así. El otro día me dijo: "Mamá, a esos habría que fisularlos a todos, y no habría más chorros". Fíjese... ¡quince años!
Lo más notable, lo sobrecogedor, lo desconcertante fue la forma en que la mujer se refería a su hijo. Hablaba de él CON ORGULLO. Con el mismo orgullo y satisfacción con que hubiera dicho "Mi hijo tiene quince años y en la escuela es el mejor promedio, y además trabaja con el padre en el campo, y hace poco se puso de novio... viera ustéd que hermosa es la chica..."
Por precaución me alejé unos pasos de la señora, fingiendo interés en unas chuletas.
La conversación siguió, se enumeraron algunas ventajas del paredón con respecto a otros métodos represivos, pero afortunadamente la señora no dió más datos sobre las maduras conclusiónes de su hijo de quince años. Se retiró saludando atentamente, sonriente, con sus ojos asiáticos, sus labios gruesos, su cabello corto rubio, su brutal estupidéz y su desmedida ignorancia... y su bolsita con medio kilo de carne picada.
Yo compré lo mío y volví a mi departamento apurando el paso. Cerré la puerta y le di una vuelta de llave, dejando atrás la carnicería, sus clientes y el resto del mundo, y me sentí aliviado.
Recordé, sin embargo: la mujer vivía en mi edificio, en el piso diez.
Dí otra vuelta de llave a la puerta y me encerré en mi pieza.